Yo, que siempre pestañeo Cuando pasan estrellas fugaces Que lloro viendo anochecer en el mar O escuchando a Ludovico Einaudi Porque me siento Incapaz de abarcar tanta belleza Y eso me llena de tristeza Que tengo un corazón en dos por cuatro Y un silencio entre los labios Que temo más a la oscuridad Que a los monstruos Que no pertenezco a ningún lugar Porque abandoné mi casa Para cohabitar con mi existencia Y debo mil facturas Que no confío en quien me quiere Por no salir de mi rutina Que escribo Porque no soporto mi ruido Y todo lo demás es adorno Yo, que curo al alcohol Con mis heridas Que nunca aprendí a ser feliz Más allá de mí misma Que me resulta imposible Mirar a otros ojos más de tres segundos Porque me aterra ser descubierta Que no sé mentir Pero desconozco cuándo digo la verdad Que echo de menos mi futuro Y así con todo Que soy tan minúscula como el punto de una i Y prescindible como una exclamación de apertura Que te quiero más pero siempre después de ti Yo, que nunca creí en el cielo Ni en la salvación Y que concibo la redención Como un fantasma o un recuerdo Permíteme confesarte A ti, ángel subido a mi pecho Que de repente vi tus brazos Salados abriéndose como dos nubes de agua Tu busto sinfónico inflándose como un Huracán dentro de un volcán en erupción Tus ojos espumosos destapándose como Las puertas de mi fe ante las certezas Tu boca llenándose de mandamientos Impenetrables como rocas milenarias Tus piernas benévolas empapando mi suelo de flores anacaradas Tus dedos silentes ahogándose entre Esdrújulas arrítimicas, marítimas y selváticas Tu voz glorificada disparando amor a mis labios resecos y perdidos Y aún no me creo este puto milagro divino